miércoles, 21 de mayo de 2014

Milagro en la Toma de Zacatecas de 1914


MILAGRO en la Toma de Zacatecas de 1914
Palacio de Gobierno y Banco de Zacatecas. Col, José M. Enciso. 1900 c a

Pasaban ya de las cinco de la tarde cuando la lluvia de proyectiles arreciaba sobre la ciudad de Zacatecas. Cerca de veinte mil invasores inundarían sus calles de un momento a otro ese trágico martes 23 de junio de 1914.

     Las primeras huestes se hicieron presentes en las calles del Barrio Nuevo, por el rumbo de la estación de ferrocarriles, otras, entraban por las Peñitas o la Pinta, las últimas lo harían por la calle de Juan Alonso. La carta de presentación ante la población: el fusil en mano acompañado de un enardecido ¡viva Villa!, ¡mueran pelones desgraciados! A través de las puertas cerradas a “piedra y lodo”, se escuchaban los cascos de los caballos a galope, gritos de soldados, mujeres y por su puesto, las bocas de fuego artilladas que aún seguían vomitando granadas por los rumbos sur y sureste.

Antigua plazuela de San Juan de Dios; en el costado izquierdo
el Hospital de San José, antiguo Hospital Civil
     Justo en la plazuela de San Juan de Dios se encontraba el Hospital Civil y a su entrada, una manta con letras negras imploraba “piedad para los heridos”. Al ingresar a este centro de atención humanitaria, las fuerzas del General Pánfilo Natera amarraron en sus camillas a varios de los heridos y “les pasaron cuchillo”[1], mientras que otros, hacían arrogancia de su puntería con aquellos que corrían por el patio tratando de salvar la vida. 

     Soldados de la División del Norte entablaban un acalorado diálogo de plomo con sus rivales de la guarnición federal, apostados en balcones y azoteas de varios edificios.

     Son las cinco quince; algunos federales aún se encuentran al interior del hermoso palacio sede de la federación, el antiquísimo edificio virreinal de la Real Caja; villistas traspasan sus bellas puertas labradas del siglo XVIII y comienza la persecución de la presa atemorizada en los corredores; los “revolucionarios” logran subir al segundo nivel, mientras las ansias de armas y botines de guerra (entre ellos la caja fuerte de la pagaduría militar), provocan que los invasores traten de abrir a punta de pistola las sólidas puertas en donde bien saben por sus espías, los encontrarán y...  sobreviene la tragedia.

     Una enorme explosión, en tres tiempos, sacudió a la ciudad entera; según el reloj del General Felipe Ángeles Ramírez, el estratega del asalto, eran las cinco cincuenta de la tarde cuando “del centro de la ciudad se elevó de pronto un humo amarillo, como si estuviera muy mezclado con polvo”[2] La jefatura de Armas, la Casa del la familia Magallanes y parte del Banco de Zacatecas, habían volado.

      Días antes, el General Argumedo había capturado a las fuerzas de Natera armamento y explosivos, los cuales estaban fabricadas con las cápsulas que se usan para exportar el carbono líquido[3]; así mismo, el 10 de junio, el General Medina Barrón, había derrotado al mismo Natera cerca de la mina del Bote, y capturado armamento, mismo que fue conducido a la Jefatura. Aunado a ello, parte de los abastecimientos de parque que enviaba la federación, se encontraban resguardados en sus amplios salones.

     Los dorados vencedores achacaron de inmediato este hecho al enemigo caído en desgracia; uno de aquellos generales, Federico Cervantes Muñoz-Cano escribió : “Como postrera y bárbara venganza, los vencidos habían volado con dinamita una manzana entera, con todo y habitantes”; y justificando el bárbaro exterminio de soldados mexicanos, continuó: “pero la guarnición de doce mil hombres, expiaba este crimen con el aniquilamiento”.  Al día siguiente, un Teniente Coronel del bando federal llamado Leobardo Bernal, fue mandado ejecutar por Villa, supuestamente por haber sido él quien tenía la ciudad minada. La denuncia la hizo una extranjero[4].

     Minutos después de la explosión, Entre la enorme montaña de escombro, se encontraban fragmentos de cuerpos que por sus vestiduras delataban sus bandos militares. Entre las canteras, “se oían gritos lastimeros”[5].
Ruinas del Palacio Federal y el hueco en el Banco de Zacatecas Col. José Manuel Enciso
     Mujeres, niños y soldados, cubriéndose con el reboso y pañuelos, se dieron a la tarea continua de buscar cualquier indicio de vida en el sitio de la hecatombe. A la par de que iban sacando cuerpos, un contingente separaba el botín de guerra: armas, municiones, piezas de artillería y una caja fuerte que, a pesar de la enorme explosión no fue abierta. Un soldado, rifle en mano, fue designado a mantener guardia a su costado.
Un soldado de la "revolución", rifle en mano, custodia la caja fuerte del
palacio federal, la cual parece no haber sido abierta muy a pesar de la tremenda explosión.

     Ciento veintiún cadáveres fueron extraídos durante los tres días siguientes: dos oficiales, treinta y cinco revolucionarios y ochenta y nueve federales[6], y otros más “que no pudo rescatar ya la piqueta, que trabajaba con desesperación”[7]

     Al cuarto día de la explosión, ¡un milagro!, un milagro entre las miles de tragedias que estaba viviendo la ciudad conmovía y sorprendía a Zacatecas: un niño sólo seis meses, el hijo menor del Lic. Manuel Magallanes, Magistrado del Supremo Tribunal de Justicia, había sido rescatado vivo de entre los escombros, un sólido ropero lo había protegido del estallido. Los restantes nueve miembros de la familia murieron[8]. Este infante de nombre Alfonso Magallanes, al ser sacado fue entregado al doctor Taube, quien lo cuidó y logró salvarle la vida[9].

     Prisioneros y vecinos civiles de la ciudad fueron obligados a continuar con las obras de limpieza. Las góndolas del servicio de tranvías se emplearon para desalojar la calle de escombros y de los numerosos cuerpos que habían sido incinerados, formando macabras piras frente al teatro Calderón.

Macarbras piras funerarias comenzaron a formarse en las calles y plazuelas de la ciudad de Zacatecas, "olía a pólvora y carne humana"  Foto: Acumulación de cuerpos frente a la ferretería A la Palma. Col. Federico Sescosse. Junio de 1914.

     Al final de bélica jornada de 1914, quedaron un enorme hueco en el muro del Banco de Zacatecas, un solar vacío como una herida abierta que comenzó a cicatrizar por el año de 1932, cuando inició una nueva construcción en el lugar de aquel palacete barroco, y el recuerdo de una ciudad bonancible, culta y rica… pero sólo el recuerdo.


Victor Hugo Ramírez Lozano           



[1] Ramos Dávila, Roberto. “Versiones sobre la batalla de Zacatecas”. S/A. Pp.20.
[2] Tomado del Diario del Gral. Felipe Ángeles, Batalla de Zacatecas.
[3] Marínez y García, Manuel. “Reminicencias Históricas Zacatecanas. La Batalla de Zacatecas” 2a. Ed. 1922. Pp. 27.
[4] Marínez y García, Manuel. “Reminicencias Históricas Zacatecanas. La Batalla de Zacatecas” 2a. Ed. 1922. Pp. 27.
[5] Ramos Dávila, Roberto. “Versiones sobre la batalla de Zacatecas”. S/A. Pp.24.
[6] Primer parte de guerra del General Natera, Junio de 1914.
[7] Ramos Dávila, Roberto. “Versiones sobre la batalla de Zacatecas”. S/A. Pp.24.
[8] Informe de Leon Canova al departamento de Estado. Trd: Adolfo Gilly. Crot. B. del Hoyo. Pp 29.
[9] El niño Alfonso Magallanes sobrevivió, fue recogido por un hermano que estaba estudiando en la ciudad de Guadalajara. Se casó y tuvo tres hijos. Agradezco infinitamente esta información al su nieto, el señor Javier Magallanes.

domingo, 20 de abril de 2014

La Plaza Mayor de Zacatecas


La Plaza Mayor de Zacatecas

"Interior de Zacatecas" por Carlos Nebel. 1830.
En las ciudades de la enorme patria hispanoamericana, la Plaza Mayor tiene una enorme importancia, pues es el centro de toda la vida urbana. El grande y solemne espacio está enmarcado por el templo principal, las casas de gobierno y las habitaciones de los vecinos prominentes. En ella está ubicada la fuente pública y se realiza el mercado. Es el lugar adecuado para las grandes actividades del pueblo: procesiones, representaciones teatrales, corridas de toros, recepción de personajes, celebraciones cívicas.

     Así fue la Plaza Mayor de Zacatecas y se conservó hasta 1861. Una bella y cuidadosa litografía de un viajero alemán,  Carlos Nebel nos la muestra como él la vio en 1830. En ella se aprecia el esplendor de la entonces iglesia parroquial mayor  (hoy catedral) con su cúpula barroca original, en cuyos gajos se divisan algunos motivos decorativos, seguramente con algún contenido iconológico y que bien pudieron ser hechos de Talavera.

     Del mismo modo, Nebel dibujó el atrio que la parroquia tuvo a partir de 1805, el cual por su arquitectura neoclásica, contrastaba con el barroco de sus fachadas. El atrio tenía tres pórticos de acceso, flanqueados de columnas de fuste estriado y capitel dórico y un cerramiento con frontón interrumpido en donde se levantaba una escultura de un ángel. Estudiando con delicadeza esta imagen, me atrevo a suponer que  estas esculturas son  algunas de las que aún se encuentran rematando los contrafuertes de la fachada sur, dedicada a Nuestra Señora de los Zacatecas y de la sacristía, aunque hay que decir, estos ángeles son más antiguos que los pórticos.

Detalle de la fuente erigida en 1805 al centro de la Plaza Mayor de Zacatecas; al fondo, el palacio del rico minero Manuel de Rétegui y el pórtico principal del atrio de la antigua parroquia mayor.

     El mismo año en que se construyó el atrio cementerio de la parroquial, se remodeló la pila de agua que se encontraba en el centro de la Plaza Mayor, cuyos antecedentes datan del siglo XVI, desde el nacimiento de nuestra ciudad. La fuente, según nos lo deja ver el señor Nebel, tenía igualmente elementos de la arquitectura neoclásica; al centro del vaso de forma octogonal se desplantaba un sólido coronado de jarrones, un obelisco asentado sobre cuatro esferas en torno al cual se encontraban cuatro esculturas y una más en su remate.

          El mercado que invadió la plaza Mayor, construido en 1861. Foto: 1870, Col. José Manuel Enciso.

     En 1861 cuatro galerones con arcadas invadieron la plaza durante el gobierno interino del Lic. Miguel Auza. Se pretendía ubicar convenientemente a los comerciantes, pero se perdió la plaza y se perdió la fuente. Pronto se comprobó que el mercado no era funcional. El paisaje citadino comenzó a cambiar.

     En vez de recuperar la Plaza Mayor, en 1886 se inició un nuevo mercado inaugurado tres años más tarde. Construido sobre la misma área que el anterior, este edificio rompería con la escala urbana del contexto al alzarse varios metros con una estructura de acero prefabricada mandada a construir en Francia. Salvo este piso (destruido por un incendio en Diciembre de 1901), el edificio se conserva hasta el día de hoy. Las casas que limitaban la plaza por el lado poniente no habían perdido su ubicación original.

El nuevo mercado principal, construido sobre el mismo espacio que el de galerones y arcadas, invadió no solo el espacio, si no también las visuales.


     En 1889, el antiguo teatro Calderón se incendió y en 1897 ya se había construido en el mismo sitio el actual foro. Para ello se invadieron cerca de 9 metros de lo que restaba de la vieja plaza. Las residencias contiguas se alinearon con la fachada del nuevo teatro en 1899, modificando así el trazo urbano que Diego de Ibarra planteara cuando Zacatecas iniciaba sus días como ciudad.

Vista actual

     Con la construcción de estos edificios se perdió otro tanto de la Plaza Mayor y sólo quedan como testigos de aquel grandioso espacio las plazoletas Francisco Goitia y Candelario Huízar. Ahora sólo cabe imaginar por medio de la imagen de Nebel  y por  algunos antiguos  mapas,  la traza genial que nuestros antepasados dieron al corazón de la ciudad con sus bien pensadas perspectivas.


                      Victor Hugo Ramírez Lozano

                                                        SALUDOS¡¡¡¡

sábado, 22 de marzo de 2014


“BIBA DIOS”

Improntas de Fe e Identidad “ocultas”en la Catedral de Zacatecas


“Las piedras labradas nos transmiten el mensaje del pasado. La Catedral de Zacatecas nos transmite ese mensaje denso, rico, maravilloso, de aquella ciudad virreinal, que en el siglo XVIII tuvo una personalidad bien definida y fue consciente de un destino histórico providencial.”[1]

     De esta forma, el Pbro. J. Jesús López de Lara inicia su  libro “La Catedral de Zacatecas”, ensayo que nos permite meditar el significado de monumento, de patrimonio e identidad de un pueblo y cómo ésta se manifiesta por medio de sus expresiones artísticas, para después adentrarnos en el mensaje que nuestra Catedral, que por medio de sus morenos y pétreos iconos expone a la luz, al viento… a nuestros sentimientos.

    Sin duda alguna, nuestra catedral le es fiel a su espejo diario, y es que a través de sus muros, columnas y espacios, podemos leer su devenir histórico, desde su concepción como pequeña iglesia, pasando por su desarrollo en busca de la excelencia y unidad arquitectónica parroquial, hasta llegar al monumento que hoy conocemos como catedral basílica. Los golpes del cincel y sus diestros culpables, están inscritos en cada talla, en cada rosado sillar y en la burda mampostería; lo mismo en hilillos de perlas y vides donde las ánimas juguetonas entre los envolventes acantos, nos susurran y ¡se esconden! para que las encontremos.

    Nuestro monumento nació como resultado de la necesidad espiritual de aquellos primeros hombres que una vez pie a tierra, buscaron asentarse en el placer de plata que prometía ser la entonces indómita región de indios zacatecos. La pequeña parroquia de muros de adobe y techumbre de madera, poseía una espadaña la cual en 1548, Don Baltazar Temiño de Bañuelos mandó reponer de su propio bolso, pues “sus adobes se habían erosionado gravemente por los fuertes vientos de la cañada”[2]. De este sencillo templo nos quedó su ubicación.

    Le siguió una segunda e intensa fase constructiva (1612-1688); el templo resultante, de características más sólidas y amplias, fue construido de piedra y su artesonado policromado fue recubierto por el exterior con delgadas láminas de plomo que a la suma y postre del tiempo, comprometieron gravemente su estabilidad. Convivieron con esta segunda parroquial, las capillas del Santo Cristo, Nuestra Señora de la Concepción de los Zacatecas, de Santa Ana, de las Ánimas, entre otras. En este periodo fueron diversos los obstáculos que enfrentó la construcción de la parroquia: desplomes (1612), incendios (1622), reposiciones, cambios de proyectos (1637), adaptaciones de nuevas capillas, Etc.

   Una de las intervenciones que para nuestro interés es de llamar la atención, es la que tuvo en 1626 el alarife Francisco Ximénez, pues a el se atribuye la construcción del segundo templo parroquial, así como el puente de Tacuba en 1610, y el pozo que existía en el centro de la Plaza Mayor.

    En 1730, el proyecto de iglesia parroquial al fin llega a una sensible definición. Después de antecederle varias obras de remodelación más, la iglesia definitiva sería de tres naves, en planta de cruz latina, con sus portadas mirando al norte, sur y poniente. La “profética” Gaceta de México en enero de aquel año excitaba así a los zacatecanos: “prosígase a costa de vecinos y mineros la nueva fábrica de la iglesia parroquial de tres naves, tan capaz, que puede ser iglesia parroquial”[3].

   Fue en ésta última fase constructiva, cuando las capillas existentes (incluidas las recientes de Ntra. Señora de los Zacatecas y del Santo Cristo), fueron demolidas casi en su totalidad, aprovechando algunos de sus muros que lograron adaptarse al diseño definitivo y reutilizando piedras y canteras labradas que ya habían sido empleadas en los anteriores templos.


   





                               Imagen: Pieza labrada con moldura y marca de cantero. Muro sur.

Es por ello que en varios de sus paramentos es posible identificar aquellas piedras labradas en forma de cornisas, dinteles, toros, fragmentos de capiteles, módulos de columnas, incluso ventanas tapiadas que pertenecieron a las viejas capillas.


                                 Imagen: Muro lateral Sur con ventanas de las antiguas capillas,  tapiadas.



  Hace cuatro años, tuve la oportunidad de subir a sus torres y bóvedas, así fue que encontré en los muros que definen la nave central, más piezas reutilizadas, éstas delataban mayor claridad en sus labrados y algo aún más interesante: diversos dibujos como peces, anzuelos, anclas, cruces, crismones, flores; números, letras y monogramas con grafías extrañas, símbolos -algunos- realmente intrigantes. A estos pequeños grabados suele conocérseles como “marcas de cantero”, dado que eran los de este oficio quienes solían plasmar alguna marca o seña en las piedras para dejar su impronta o firma, o bien, como guía para el ensamble correcto de cada elemento constructivo.

   Éstas eran las huellas humildes y discretas que dejaban los maestros canteros para marcar el paso de la burda piedra por sus sensibles manos; no era pues el ego de sus propios nombres, era algo más eterno que la misma roca, era el símbolo de su fe. Eran aquellos otros tiempos, fueron aquellos otros hombres que, como menciona el mismo Pbro. López de Lara, “tuvieron conceptos y modos de vivir diferentes a los actuales y que tal vez supieron ser más felices que nosotros”.

   Así de enriquecedora y enigmática resultó aquella visita hace tiempo a las alturas de la catedral. Sólo me llevé el recuerdo de aquellas figuras que en suma pasaban de 50, la mayoría signos cristianos, dos de ellas, evidentemente emergidas de la tradición indígena, me demostraron que a pesar de la fuerza del mestizaje, aún en pleno siglo XVIII, quedaban resquicios puros de la tradición mesoamericana: una flor de cuatro pétalos y el ícono de la lengua, que tan constantemente aparece en códices.


   Sin embargo, la marca más enigmática, y confieso, que me quitó el sueño, fue la decía “Fo.X.” ¿Habrá sido ésta marca la firma de Francisco Ximénez, aquel hombre que construyó la segunda iglesia parroquial? De ser así estamos ante algo magnífico, fascinante, pues hablaríamos literalmente que nuestra historia, aquella que se labra día a día e interpretamos como arte, sigue más que presente, viva, encarnada y reencarnada en nuestra catedral.

  Desde enero de 2012, estas improntas de fe han sido acalladas; ocultas bajo el maridaje de la cal y la arena, permanecerán anónimas para muchas generaciones más. Desgraciadamente, no existió la sensibilidad y el interés por comprender más a fondo a nuestro máximo monumento.

   Al iniciar el enjarre de esos muros, testigos que exponían al viento lecciones de tesón e ingenio, se debió registrar cada una de sus piedras, antes de ocultarlas; pesaron más las ansias de los metros cuadrados y los tiempos institucionales de entrega de obra; que la tarea de ubicar, distinguir y fotografiar con método arqueológico, las huellas que nuestros ancestros dejaron en los edificios que hoy presumimos opacamente como patrimonio de la humanidad.

   Ni hablar, el tiempo estaba encima, el sol a punto del ocaso, y yo con unas barras de plastilina en la mano, me dispuse a trepar por los andamios para llegar a las azoteas y registrar lo poco que alcanzara de aquellos grabados. Demasiado tarde, solamente logré doce moldes y entre ellos no está el de Francisco Ximénez.

  ¡Que pena!¡que coraje¡ nunca pensé que algún día, los muros de mi vieja catedral volverían ser enjarrados (porque así lo estuvieron), o al menos, no tan pronto. ¡Que lástima me da!... que lo sepa el Papa.

   Al día siguiente, Martín Díaz, el campanero en turno, me invitó a tocar las doce. Al bajar las crujientes escaleras de madera que comunican a la torre, me asomé con tristeza para ver los muros ya enjarrados.

      -¡Si usted supiera!, Martín, lo que significan todos esos grabados que ayer no       alcanzamos    a sacar.
            -La verdad que sólo aquellos hombres traían en su cabeza lo que querían decir.¿qué sería?, ¿quién sabe?



    Bajando, justo antes de salir de la angustiada escalera de caracol, a mano izquierda por un pequeño pasadizo enlozado con unos viejos azulejos, se asoma a un bello balcón de hierro forjado que mira al mercado, inesperadamente, una paloma revolotea en nuestras cabezas. Se sosiega, no atisba el menor espanto; hay que “pastorearla” hacia el balcón. El ave acelera el paso y por la desvencijada puerta. Sale al balcón.

   Al final, la paloma revolotea en la orilla derecha y por entre los barrotes y una red “anti palomas”, ¡se escapa!, sólo deja caer una pluma grisácea que, atrapada en una finísima telaraña que recubre como velo de novia a un bloque de cantera, nos descubre una posible respuesta a las preguntas que poco antes se hacía el campanero.

        -¡Martín!, ¡Mire ahí!. En la telaraña, donde está esa pluma. ¡esto es lo que traían aquellos hombres en su cabeza!

             -¡BIBA DIOS!



                                                                  SALUDOS¡¡¡
                                                          
                                                         Victor Hugo Ramírez Lozano


[1] López de Lara Castañeda, J. Jesús. “La Catedral de Zacatecas.” Instituto Superior de Cultura Religiosa. Zacatecas, México. 1989.
[2] Sescosse Lejeune, Federico. “La Catedral de Zacatecas. Nuestra Señora de los Zacatecas”. Artículo proporcionado amablemente por la Sra. Gabriela Sescosse. S/A.
[3]  en: Bargellini, Clara. “La Arquitectura de la Plata.  Iglesias Monumentales del Centro Norte de México, 1640 -1750”. Instituto de Investigaciones Estéticas. UNAM. Ed. Turner. 1ª Ed. 1991. Pp. 274.

sábado, 11 de enero de 2014

Destello neoclásico en el corazón de una urbe barroca: la casa de moneda de Zacatecas



Casa de Moneda de Zacatecas hacia 1890.


Antecedentes

Desde el descubrimiento de las ricas minas de plata zacatecanas en 1546, existió la necesidad de establecer el Real Ensaye, es decir un espacio en donde la corona pudiera verificar y avalar, la calidad de las muestras de los metales extraídos, para así proseguir con la explotación de las vetas exploradas o bien, dejar de lado la costosa aventura que representaba la minería.

   La referencia más antigua de su ubicación data de 1644, ubicándolo frente a la Plaza Mayor de la ciudad; muy probablemente en la acera norte del actual callejón de la Palma, pues incluso a fines del siglo XVIII, se le ubica en este sitio, inmediato a la Real Caja.

   A poco más de dos décadas del inicio de la explotación de sus minas, el Real Ensaye y Caja de Zacatecas, no hacían otra cosa más que arrojar buenas noticias: el mineral que se estaba muestreando y quintando, era tanto y de tan alta ley, que pronto surgió la necesidad de acuñar moneda en este paraje; de tal forma que en 1572 los habitantes y empresarios mineros, realizaron la primera petición a la audiencia de la Nueva Galicia para establecer una casa de moneda.

   Habrían de pasar 238 años después de aquella primera solicitud, para que tras múltiples gestiones y esfuerzos por parte del cabildo, mineros y de vecinos prominentes, se fundara el 14 de noviembre de 1810 la Casa de Moneda de Zacatecas.

   Aquella primera construcción, fue adaptada en el Ensaye, posteriormente ubicada en lo que hoy ocupa el Museo Zacatecano. En 1822, a plena luz de la independencia de México, se inició una nueva construcción para la casa de moneda, empleando las edificaciones anteriores, sin embargo, ésta tendría un nuevo rostro y reflejaría el nuevo gusto estilístico del momento: el neoclásico.

El destello neoclásico

Reconstrucción decorativa de la Casa de Moneda. VHRL.
Insertado en el corazón del centro histórico y ocupando una manzana entera, el edificio que ocupó el Real Ensaye y Casa de Amonedación de Zacatecas fue el primero de la ciudad en donde la arquitectura neoclásica develó una estética de líneas ininterrupidas y rectas; siempre procurando la simetría y el orden “racional” de la luz y el espacio, algo totalmente opuesto a lo que existía en la urbe cuyo apogeo constructivo se dio al amparo del espíritu barroco, movimiento artístico y religioso que marcó toda una forma de vivir en los reinos hispanos del nuevo mundo.

   En clara oposición a la exuberante decoración de sus principales edificios religiosos y públicos, como lo fue el de la Real Caja -ubicado frente a ella-, en la que dos pares de largas y esbeltas estípites abrumadas de figuras orgánicas hacían indefinidos juegos de sombras sobre su fachada; la correspondiente a casa de moneda “brilla” por su sobriedad y equilibrio: sólo un par de columnas de fuste liso flanquean su acceso, prosiguiendo la misma composición en el segundo nivel, en donde aparece un frontón interrumpido, delimitado por dos trofeos de piedra rosa que daban marco a un escudo bellamente labrado: el del primer imperio mexicano, el de Don Agustín I.


Detalle del Escudo del Imperio Mexicano. Col F. Sescosse.
   Cabe mencionar que la fachada oriente    poseía dos de estos escudos imperiales, el primero, sobre las oficinas de la casa de moneda, ostentaba la efigie de un águila, ¡coronada por supuesto!, devorando una serpiente sobre el mítico nopal, inserta en un medallón detrás del cual se asomaban una serie de blasones en la parte superior y armas de carácter indígena como mazos, flechas y carcajes así como bayonetas, cañones y municiones, representando las armas venidas de occidente en la parte inferior; todos estos elementos simbólicos estaban exquisitamente labrados en cantera y además, tenían la osadía de estar exentas  del paramento.


   Este escudo fue atrozmente destruido a pesar de su belleza debido a que para algunos “ciudadanos”, resultaba molesto todo vestigio que oliera a monarquía. Por mucho tiempo el frontón permaneció vacío, solamente se vislumbraban las cicatrices ocasionadas por los iconoclastas cinceles liberales. Fue hasta 1970, durante el gobierno del Ing. Pedro Ruiz González, en que tras un intenso trabajo de remodelación para instalar la Tesorería General del Estado, se colocó el escudo de la ciudad de Zacatecas, fue realizado por Antonio Pintor Rodríguez. Dicho escudo permanece hoy en día.

   El segundo escudo que conserva la fachada, es de características muy similares, aunque menos avezado en su labrado. Se encuentra en el tímpano de la casa de Ensaye y éste sobrevivió, casi en su totalidad: sólo la cabeza del águila fue cercenada por ceñir la corona del efímero  imperio.

   Los interiores de esta ceca delataron el gusto por las formas, ritmos y simetrías toscanas; mismas que en décadas posteriores adoptaría la mayoría de las edificaciones zacatecanas de carácter civil y algunas de tipo religioso, sin embargo y a pesar de los esfuerzos por disponer este edificio en la estética neoclásica; la complicada topografía de la ciudad, asociada con la inercia constructiva que dominó el siglo XVIII, hicieron que tuviera un partido arquitectónico irregular, con desniveles y quiebros apegados a construcciones que le antecedieron y obedeciendo al antiguo trazo de sus calles, quedando nuestra casa de moneda inscrita como un destello neoclásico en el corazón de una urbe barroca: Zacatecas.

Victor Hugo Ramírez Lozano

SALUDOS¡¡¡¡

martes, 7 de enero de 2014


                         Un vistazo al colorido Zacatecas de 1900

Panorámica de la Ciudad de Zacatecas (fragmento).  Óleo sobre tela. Manuel Pastrana 1911.

Siempre resulta interesante indagar el pasado de las ciudades, de sus monumentos y de su gente; y más aún cuando estas urbes resultan ser parte importante de nuestra identidad y formación cultural o poseen un atractivo que nos resulta singular, curioso o enigmático. Durante el siglo XIX, la edición de “diarios de viajeros”, tuvieron gran aceptación entre aquellas personas ávidas por conocer otras sociedades, costumbres, modos de vida y expresiones artísticas; podríamos decir que dichos diarios fueron los antecedentes de las actuales guías turísticas.

    En México, este tipo de publicaciones comenzaron a aparecer posteriormente a la consumación de la independencia en 1821, pues la “nueva nación”, abrió sus fronteras al mundo, lo que atrajo a diversos personajes antes considerados como nongratos, principalmente por profesar un credo distinto. Tal fue el caso de viajeros ingleses, norteamericanos y alemanes. Durante el porfiriato, los diarios de viajeros que hablaban de nuestro país pasaron de ser descripciones monográficas y estadísticas, a ser auténticas obras de carácter novelesco y antropológico.


   Hacia 1900, un norteamericano nacido en Massachusetts, de nombre John Lawson Stoddard, emprendió un viaje por el interior de la república a bordo del Ferrocarril Central con la finalidad de escribir una de sus famosas “travelguides”. 

    En su recorrido hacia la ciudad de México, el primer lugar en que hizo parada, fue la estación de ferrocarril de Zacatecas; a partir de ahí, Stoddard inicia su narración compartiéndonos el cómo a su arribo, el vagón de uso exclusivo en el que viajaban él y sus acompañantes, fue desenganchado y conducido a una vía lateral, de aquellas que se empleaban para descansar los coches mientras descargaban y/o esperaban un nuevo tren ya sea para continuar el viaje o regresar, en este caso, sería para retomarlo al día siguiente.
John Lawson Stoddard.


Ms. John, al poner pie a tierra en la estación, desde la cual sabemos se tenía una de las mejores vistas panorámicas de la nuestra ciudad, nos compartió sus primeras emociones:

“La vista de Zacatecas desde el ferrocarril es impresionante. Directamente opuesta a la estación se levanta una montaña escarpada, vistiendo como único e inolvidable ornamento, una corona curvilínea de rocas perpendiculares, cuya vegetación de musgo las hace ver como malaquitas. Debajo de esto vi lo que parecía ser una ciudad oriental, pues casi todas las construcciones tenían techos planos, con muros de ladrillos sin cocer, tal y como uno las observa en Tierra Santa”.


    Es interesante como el cerro de la Bufa, desde el nacimiento de la ciudad hasta nuestros días, ha sido el ícono que propios y extraños se llevan estampado en la memoria, y la memoria de Stoddard no fue la excepción. Continúan sus impresiones:
    

La característica más extraordinaria de Zacatecas es su coloración viva, su variedad de matices es encantadora, aquí un artista sería transportado con deleite. Todos los muros enlucidos están pintados, y cada calle está, por lo tanto, enmarcada en rojo, naranja, amarillo, verde, azul o violeta, adornados con motivos decorativos alegres. Muchas de las edificaciones, es verdad, están sucias y en mal estado, y la mayoría de ellas tienen solo un piso. Escrutarlas de cerca es desencantador,  pero, en la brillante luz del sol de los trópicos y bajo el intenso cielo azul de México, hasta las estructuras escuálidas se vuelven pintorescas.

    Cuando eché un vistazo por las calles, frecuentemente vi multitudes de figuras estáticas y otras en movimiento, sus vestidos de algodón blanco, medio ocultos por mantas amarillas, rojas y púrpuras; mientras veía estos conjuntos multicolores, reuniéndose y separándose, yendo y viniendo ante las brillantes paredes entintadas, sentí como si estuviera viendo a través de un caleidoscopio”
.
    Sin duda, la ciudad que nuestro visitante tenía ante sus ojos dista bastante de lo que es hoy en día, de fachadas bicolores, que no varían más allá del blanco o amarillo; de igual manera, el uso de los coloridos rebozos, prenda casi extinta de mujer mexicana, acentuaba los contrastes cromáticos que la vida cotidiana derramaba sobre las empedradas calles zacatecanas.

“Pero, mientras que los nativos son atractivos a una distancia, un examen de más cerca revela el hecho de que “La distancia otorga encanto” al mexicano. Los picudos sombreros de paja o fieltro, son algo para ser estudiados bajo un microscopio; el rostro bronceado, viéndose en la distancia tan efectivo, es dolorosamente inocente de jabón y agua […] En cuanto a las camisas y pantalones de los nativos, recuerdan las viejas velas de un barco, blanco-nieve, cuando son vistas desde el borde del horizonte, pero tras una inspección más cercana, resulta ser un gris y melancólico resto de lienzo manchado, cosido con parches. No es -estoy seguro- una exageración decir que la mitad de los habitantes de México están ya sea descalzos o usan una especie de sandalia, que consiste en un pedazo de cuero atado al pie como un patín”

    Lo que nuestro gringo viajero captó con afilado sarcasmo de corte inglés, los harapos percudidos de los viejos zacatecanos, que no fueron otra cosa si no lo cotidiano en estas minas de los Zacatecas, tan comunes como el uso de cuchillería de plata al interior de las coloridas casas del centro de la ciudad.

    En 1901, John Stoddard edita su libro “MEXICO”, guia de viaje, en donde narra otros aspectos curiosos de la vida en Zacatecas y complementa con fotografías del interior de sus calles, al igual que de otras ciudades mexicanas; si bien algunos comentarios son un tanto despectivos, no quitan gracia a sus experiencias de viaje, por fortuna también en el tiempo, como bien apunta John, “la distancia otorga encanto”.


                                                               SALUDOS¡¡¡    

                                                 Victor Hugo Ramírez Lozano