“BIBA DIOS”
Improntas de Fe e Identidad “ocultas”en la Catedral
de Zacatecas
“Las
piedras labradas nos transmiten el mensaje del pasado. La Catedral de Zacatecas
nos transmite ese mensaje denso, rico, maravilloso, de aquella ciudad
virreinal, que en el siglo XVIII tuvo una personalidad bien definida y fue
consciente de un destino histórico providencial.”[1]
De esta forma, el Pbro. J. Jesús López de Lara
inicia su libro “La Catedral de
Zacatecas”, ensayo que nos permite meditar el significado de monumento, de
patrimonio e identidad de un pueblo y cómo ésta se manifiesta por medio de sus
expresiones artísticas, para después adentrarnos en el mensaje que nuestra
Catedral, que por medio de sus morenos y pétreos iconos expone a la luz, al
viento… a nuestros sentimientos.
Sin duda alguna, nuestra catedral le es fiel a
su espejo diario, y es que a través de sus muros, columnas y espacios, podemos
leer su devenir histórico, desde su concepción como pequeña iglesia, pasando
por su desarrollo en busca de la excelencia y unidad arquitectónica parroquial,
hasta llegar al monumento que hoy conocemos como catedral basílica. Los golpes
del cincel y sus diestros culpables, están inscritos en cada talla, en cada
rosado sillar y en la burda mampostería; lo mismo en hilillos de perlas y vides
donde las ánimas juguetonas entre los envolventes acantos, nos susurran y ¡se
esconden! para que las encontremos.
Nuestro monumento nació como resultado de la
necesidad espiritual de aquellos primeros hombres que una vez pie a tierra,
buscaron asentarse en el placer de plata que prometía ser la entonces indómita
región de indios zacatecos. La pequeña parroquia de muros de adobe y techumbre
de madera, poseía una espadaña la cual en 1548, Don Baltazar Temiño de Bañuelos
mandó reponer de su propio bolso, pues “sus adobes se habían erosionado
gravemente por los fuertes vientos de la cañada”[2].
De este sencillo templo nos quedó su ubicación.
Le siguió una segunda e intensa fase
constructiva (1612-1688); el templo resultante, de características más sólidas
y amplias, fue construido de piedra y su artesonado policromado fue recubierto
por el exterior con delgadas láminas de plomo que a la suma y postre del
tiempo, comprometieron gravemente su estabilidad. Convivieron con esta segunda
parroquial, las capillas del Santo Cristo, Nuestra Señora de la Concepción de
los Zacatecas, de Santa Ana, de las Ánimas, entre otras. En este periodo fueron
diversos los obstáculos que enfrentó la construcción de la parroquia: desplomes
(1612), incendios (1622), reposiciones, cambios de proyectos (1637),
adaptaciones de nuevas capillas, Etc.
Una de las intervenciones que para nuestro
interés es de llamar la atención, es la que tuvo en 1626 el alarife Francisco Ximénez, pues a el se
atribuye la construcción del segundo templo parroquial, así como el puente de
Tacuba en 1610, y el pozo que existía en el centro de la Plaza Mayor.
En 1730, el proyecto de iglesia parroquial al
fin llega a una sensible definición. Después de antecederle varias obras de
remodelación más, la iglesia definitiva sería de tres naves, en planta de cruz
latina, con sus portadas mirando al norte, sur y poniente. La “profética” Gaceta de México en enero de aquel año
excitaba así a los zacatecanos: “prosígase a costa de vecinos y mineros la
nueva fábrica de la iglesia parroquial de tres naves, tan capaz, que puede ser
iglesia parroquial”[3].
Fue en ésta última fase constructiva, cuando
las capillas existentes (incluidas las recientes de Ntra. Señora de los
Zacatecas y del Santo Cristo), fueron demolidas casi en su totalidad,
aprovechando algunos de sus muros que lograron adaptarse al diseño definitivo y
reutilizando piedras y canteras labradas que ya habían sido empleadas en los
anteriores templos.
Imagen: Pieza labrada con moldura y marca de cantero. Muro sur.
Es por ello que en varios de sus paramentos es
posible identificar aquellas piedras labradas en forma de cornisas, dinteles,
toros, fragmentos de capiteles, módulos de columnas, incluso ventanas tapiadas
que pertenecieron a las viejas capillas.
Imagen: Muro lateral Sur con ventanas de las antiguas capillas, tapiadas.
Hace cuatro años, tuve la oportunidad de subir
a sus torres y bóvedas, así fue que encontré en los muros que definen la nave
central, más piezas reutilizadas, éstas delataban mayor claridad en sus
labrados y algo aún más interesante: diversos dibujos como peces, anzuelos,
anclas, cruces, crismones, flores; números, letras y monogramas con grafías
extrañas, símbolos -algunos- realmente intrigantes. A estos pequeños grabados
suele conocérseles como “marcas de cantero”, dado que eran los de este oficio
quienes solían plasmar alguna marca o seña en las piedras para dejar su
impronta o firma, o bien, como guía para el ensamble correcto de cada elemento
constructivo.
Éstas eran las huellas
humildes y discretas que dejaban los maestros canteros para marcar el paso de
la burda piedra por sus sensibles manos; no era pues el ego de sus propios
nombres, era algo más eterno que la misma roca, era el símbolo de su fe. Eran aquellos otros tiempos, fueron aquellos otros
hombres que, como menciona el mismo Pbro. López de Lara, “tuvieron conceptos y
modos de vivir diferentes a los actuales y que tal vez supieron ser más felices
que nosotros”.
Así de enriquecedora y enigmática resultó
aquella visita hace tiempo a las alturas de la catedral. Sólo me llevé el
recuerdo de aquellas figuras que en suma pasaban de 50, la mayoría signos
cristianos, dos de ellas, evidentemente emergidas de la tradición indígena, me
demostraron que a pesar de la fuerza del mestizaje, aún en pleno siglo XVIII,
quedaban resquicios puros de la tradición mesoamericana: una flor de cuatro
pétalos y el ícono de la lengua, que tan constantemente aparece en códices.
Sin embargo, la marca más enigmática, y
confieso, que me quitó el sueño, fue la decía “Fo.X.” ¿Habrá sido
ésta marca la firma de Francisco Ximénez, aquel hombre que construyó la segunda
iglesia parroquial? De ser así estamos ante algo magnífico, fascinante, pues
hablaríamos literalmente que nuestra historia, aquella que se labra día a día e
interpretamos como arte, sigue más que presente, viva, encarnada y reencarnada
en nuestra catedral.
Desde enero de 2012, estas improntas de fe han
sido acalladas; ocultas bajo el maridaje de la cal y la arena, permanecerán
anónimas para muchas generaciones más. Desgraciadamente, no existió la
sensibilidad y el interés por comprender más a fondo a nuestro máximo monumento.
Al iniciar el enjarre de esos muros, testigos
que exponían al viento lecciones de tesón e ingenio, se debió registrar cada
una de sus piedras, antes de ocultarlas; pesaron más las ansias de los metros
cuadrados y los tiempos institucionales de entrega de obra; que la tarea de
ubicar, distinguir y fotografiar con método arqueológico, las huellas que
nuestros ancestros dejaron en los edificios que hoy presumimos opacamente como
patrimonio de la humanidad.
Ni hablar, el tiempo estaba encima, el sol a
punto del ocaso, y yo con unas barras de plastilina en la mano, me dispuse a
trepar por los andamios para llegar a las azoteas y registrar lo poco que
alcanzara de aquellos grabados. Demasiado tarde, solamente logré doce moldes y
entre ellos no está el de Francisco Ximénez.
¡Que pena!¡que coraje¡ nunca pensé que algún
día, los muros de mi vieja catedral volverían ser enjarrados (porque así lo
estuvieron), o al menos, no tan pronto. ¡Que lástima me da!... que lo sepa el
Papa.
Al día siguiente, Martín Díaz, el campanero en
turno, me invitó a tocar las doce. Al bajar las crujientes escaleras de madera
que comunican a la torre, me asomé con tristeza para ver los muros ya
enjarrados.
-¡Si usted supiera!, Martín, lo que significan
todos esos grabados que ayer no alcanzamos a sacar.
-La verdad que sólo aquellos hombres traían en
su cabeza lo que querían decir.¿qué sería?, ¿quién sabe?
Bajando, justo antes de salir de la angustiada
escalera de caracol, a mano izquierda por un pequeño pasadizo enlozado con unos
viejos azulejos, se asoma a un bello balcón de hierro forjado que mira al
mercado, inesperadamente, una paloma revolotea en nuestras cabezas. Se sosiega,
no atisba el menor espanto; hay que “pastorearla” hacia el balcón. El ave
acelera el paso y por la desvencijada puerta. Sale al balcón.
Al final, la paloma revolotea en la orilla
derecha y por entre los barrotes y una red “anti palomas”, ¡se escapa!, sólo
deja caer una pluma grisácea que, atrapada en una finísima telaraña que recubre
como velo de novia a un bloque de cantera, nos descubre una posible respuesta a
las preguntas que poco antes se hacía el campanero.
-¡Martín!, ¡Mire ahí!. En la telaraña, donde
está esa pluma. ¡esto es lo que traían aquellos hombres en su cabeza!
-¡BIBA DIOS!
SALUDOS¡¡¡
Victor Hugo Ramírez Lozano
[1] López de Lara Castañeda, J.
Jesús. “La Catedral de Zacatecas.”
Instituto Superior de Cultura Religiosa. Zacatecas, México. 1989.
[2] Sescosse Lejeune, Federico.
“La Catedral de Zacatecas. Nuestra Señora de los Zacatecas”. Artículo
proporcionado amablemente por la Sra. Gabriela Sescosse. S/A.
[3] en:
Bargellini, Clara. “La Arquitectura de la Plata. Iglesias Monumentales del Centro Norte de México, 1640
-1750”. Instituto de Investigaciones Estéticas. UNAM. Ed. Turner. 1ª Ed. 1991.
Pp. 274.